martes, 31 de enero de 2012

DESDE RUSIA, CON AMOR

 Tranvía de Odessa en el ferrocarril de Carreño (Asturias)


Reconozco que el título de esta entrada puede conducir al error,… ¡pero no se me ocurrió uno mejor! De hecho, hoy no hablaré de las hazañas de James Bond sino de unos tranvías, construidos hace un siglo en Bélgica, para la ciudad de Odessa, entonces parte del Imperio Ruso y ahora de la República de Ucrania, que terminaron sus días en diversos ferrocarriles y tranvías españoles… ¡y, además, en dos fases históricas muy diferentes!

Desde finales del siglo XIX, una de las especialidades de empresarios y capitalistas belgas fue la de invertir en la construcción y explotación de redes de tranvías por todo el mundo. Así, los tranvías de ciudades tan dispares como Madrid, Alejandría, Buenos Aires, Roma, Sofía o Atenas eran propiedad de compañías originarias de Bélgica. Naturalmente, estas empresas acostumbraban a adquirir todos sus equipos, incluido el material móvil, a fabricantes belgas. De hecho, en estas compras es donde radicaba buena parte del negocio.

Estas inversiones belgas también se dirigieron a diversas redes tranviarias del antiguo Imperio Ruso, como es el caso de Moscú, Rostoff, Astrakhan, Bialystok, Kazan, Kiev o  Varsovia. Los tranvías de la ciudad balnearia de Odessa, a orillas del Mar Negro, también fueron gestionados por el capital belga, en concreto, por la empresa Tramways d’Odessa que, como las demás, también acostumbraba a adquirir en Bélgica todos los equipos necesarios para la explotación.

Hacia 1913, Tramways d’Odessa encomendó a la industria belga la construcción de diversas series de tranvías, de ejes radiales y de bogies, para la ampliación de su red. Sin embargo, el inicio de la Primera Guerra Mundial y la invasión de Bélgica por los alemanes impidió que, una vez finalizada su fabricación, pudieran ser enviados a la ciudad ucraniana. Antes de que concluyese la guerra estalló la Revolución Rusa y, a continuación, una larga guerra civil que se prolongó hasta 1921. La victoria comunista trajo, entre otras medidas, la incautación de todas las empresas privadas, incluidos los tranvías belgas por lo que, en este contexto, no era lógico remitir a Odessa los vehículos pendientes de entrega.

De inmediato, los constructores belgas intentaron revender los tranvías fabricados para Odessa a otras empresas interesadas y, de hecho, treinta de ellos fueron adquiridos por los ferrocarriles vecinales belgas, la SNCV. Además, diversas empresas españolas se interesaron por este material. Así, los ferrocarriles de Valencia adquirieron cinco automotores, el del Carreño, en Asturias, otros cinco, y los tranvías de Vigo una decena, repartidos entre la red urbana y la línea de Porriño.

Lo más curioso es que, los tranvías adquiridos por la SNCV, que fueron matriculados en la serie 9646 a 9675, experimentaron a lo largo de su vida activa diversas reformas y reconstrucciones, primero con la sustitución de sus deficientes ejes radiales sistema Kamp por bogies, más tarde con la transformación de sus carrocerías y, finalmente, con su reconstrucción integral en los años cincuenta. Realmente, tras este proceso de «tunning», los vehículos resultantes poco conservaban de los tranvías de Odessa, salvo el número de matrícula.

A partir de los años sesenta, la SNCV comenzó a retirar del servicio estos vehículos y, algunos de ellos fueron adquiridos de ocasión por empresas españolas, donde, como ya se comentó en una entrada anterior, fueron conocidos como «fabiolos». La primera fue el propio ferrocarril del Carreño que, a partir de 1962 adquirió un total de ocho automotores. De ellos, cuatro eran fruto de la sucesiva transformación de tranvías de Odessa, que de este modo, dieron el relevo a los que esta misma compañía habia adquirido en 1922.

Dado el buen resultado de los «fabiolos» en el Carreño, FEVE adquirió a la SNCV en 1972 un nuevo lote de estos vehículos, de los que otros cinco también procedían del «tunning» de tranvías de Odessa.

De este modo, España se convirtió en el destino final de la mayor parte de los tranvías construidos en Bélgica para Odessa y que, finalmente, nunca llegaron a prestar servicio en esta ciudad ucraniana. Lo más curioso es que el innovador prototipo de tren de hidrógeno que en la actualidad ensaya FEVE en Asturias, matriculado con el número 3411, fue anteriormente el remolque 6402, fruto de la desmotorización del coche belga 9665 que, en sus orígenes más remotos, nació a principios de la segunda década del siglo XX para prestar servicio en Odessa. Casi un siglo más tarde, en lugar de circular a orillas del Mar Negro, lo hace junto al Cantábrico.



Las raíces de algunos de los fabiolos de Feve se remontaban a los primitivos tranvías de Odessa.

martes, 24 de enero de 2012

EL CARGADERO DE MINERAL DE MINAS DE CALA


La explotación de cualquier yacimiento minero de importancia exige el establecimiento de una cadena logística que permita garantizar el transporte de la producción a los centros de consumo. Las minas de Cala, emplazadas en el noreste de la provincia de Huelva no fueron excepción a esta norma, por lo que sus promotores optaron por establecer un ferrocarril de vía métrica para enlazar los criaderos de hierro con las orillas del Guadalquivir, en concreto hasta San Juan de Aznalfarache, población situada en la provincia de Sevilla, aguas abajo de la capital hispalense y por tanto en el tramo navegable de este río. En este punto, y mediante un espectacular embarcadero, se procedía al trasbordo de la carga de los vagones a las bodegas de los barcos que realizaban la etapa final hasta las industrias siderúrgicas de Vizcaya.


Este entramado de producción y transporte fue impulsado por la Sociedad Anónima de las Minas de Cala, con domicilio social en Bilbao, contando entre su accionariado con importantes familias bilbaínas tradicionalmente vinculadas a los negocios mineros y siderúrgicos, como es el caso de los Mac-Mahón, los Urquijo, los Gándara o los Sagarmínaga. El ferrocarril entre las minas y San Juan de Aznalfarache, de 96 kilómetros de longitud, así como el embarcadero sobre el Guadalquivir fueron oficialmente inaugurados el 24 de mayo de 1906.


El embarcadero de minerales sobre el Guadalquivir era, sin lugar a dudas, la obra más singular de todo el sistema de transporte establecido por Minas de Cala. En él destacaba el hecho de que, a diferencia de la mayor parte de las instalaciones de este tipo, que hasta entonces se habían realizado mediante estructuras metálicas, fue ejecutado gracias a una tecnología que en el momento de su construcción era totalmente novedosa: el hormigón armado. De hecho, en su momento fue considerada como la mayor instalación de sus características en España, siendo objeto de numerosos trabajos en la prensa especializada, tanto nacional como internacional. Es precisamente una de estos artículos, publicado por el subdirector de obras del puerto de Sevilla, Juan Manuel de Zafra, en la revista francesa Le Génie Civil[1], el que ha servido de base para esta aproximación al conocimiento de esta interesante obra.


La estructura del embarcadero estaba formada por dos viaductos de hormigón armado que fue preciso levantar en un terreno poco favorable para este tipo de construcciones, sobre capas de fangos, ocasionalmente mezcladas con arena, con espesores de varios metros, que reposaban sobre graveras y guijarros de diversa granulometría.


La gran altura que debía adquirir el embarcadero, a fin de descargar los vagones del ferrocarril por gravedad, la escasa capacidad portante del terreno y, sobre todo, la necesidad de no dificultar el paso libre de las aguas durante las crecidas, hizo que se optara por el establecimiento de un viaducto doble sobre la zona de inundación que debía atravesar el  ferrocarril hasta llegar al embarcadero propiamente dicho.


El viaducto de acceso al embarcadero se dividía a su vez en dos estructuras independientes separadas entre sí por un terraplén intermedio. La primera de las estructuras era un puente doble formado por trece vanos de nueve metros de luz cada uno de ellos, lo que suponía una longitud total de 117 metros. De ellos, los seis primeros estaban establecidos en curva de 190 metros de radio. El proyecto constructivo preveía que debía soportar la carga de un tren formado por veinte vagones, de 4,40 metros de longitud entre topes, de dos ejes separados a 1,60 metros, que alcanzaban veinte toneladas de peso cada uno de ellos. Este conjunto de vehículos era arrastrado por una locomotora de vapor de 48 toneladas de peso, de tres ejes acoplados (con un peso total de 36 toneladas repartidas en 2,85 metros lineales) y un bogie (otras doce toneladas repartidas en 1,60 metros), formando una composición considerada como muy pesada para un ferrocarril de vía métrica de la época.


El segundo de los viaductos unía el terraplén intermedio con la estructura del embarcadero, mediante un puente doble formado por ocho vanos de nueve metros de luz, con los que las vías del ferrocarril alcanzaban las instalaciones de carga, situadas a una altura de 15 metros sobre la bajamar.


Como se ha señalado, ambos viaductos eran dobles, contando cada una de sus estructuras de una vía. Por la primera, sensiblemente horizontal, circulaban los vagones cargados y por la otra, con una pendiente de veinte milésimas, lo hacían los vacíos, que gracias a esta disposición podían ser evacuados por gravedad.


El embarcadero contaba en su extremo con un basculador de vagones, que permitía descargar un vagón cada dos minutos y medio, con una capacidad de 360 toneladas por hora y entre 2.250 y 2.700 toneladas diarias. El conjunto se completaba con una vertedera cuya altura se podía regular a fin de adaptarla tanto  a la altura de los barcos como a las oscilaciones de las mareas. Este equipo fue construido por la empresa bilbaína Mariano de Corral, la misma que suministró todo el parque de material remolcado, tanto vagones como coches de viajeros, con los que inició el servicio el ferrocarril de las Minas de Cala.


La línea de amarre de los barcos al embarcadero estaba formada por cuatro grupos de pilones de madera, protegidos por un cerramiento del mismo material, que ofrecían un conjunto completamente independiente de la estructura del cargadero. De este modo, podían a su vez funcionar como amortiguador de cualquier golpe provocado por una maniobra incorrecta en la aproximación de los navíos a la instalación.


Al igual que cualquier puente o viaducto, el embarcadero de San Juan de Aznalfarache y sus accesos fueron sometidos a severas pruebas de carga, realizadas con gran rigor, máxime si se tiene en cuenta la escasa experiencia disponible en esa época en construcciones de este tipo en hormigón armado. La primera de ellas consistió en cargar uno de los vanos, que fue seleccionado para las pruebas debido a que presentaba algunos defectos de construcción y a que estaba situado en un tramo especialmente desfavorable, en curva y a la máxima altura, con un conjunto de  carriles dispuestos de modo que produjeran el mismo efecto que el paso de una locomotora de vapor de 48 toneladas, sin que la estructura presentara flecha significativa. Posteriormente, la carga se incrementó hasta 72 toneladas, es decir, el peso de una locomotora y media. Transcurridas 36 horas, la estructura presentaba una flecha de tan solo 4 milímetros, que recuperó de inmediato una vez liberada de su peso.


La siguiente prueba de carga consistió en estacionar un tren compuesto por veinte vagones cargados y su locomotora, lo que suponía un peso total de 450 toneladas. Posteriormente se realizaron sucesivas pruebas de arranque y frenado, forzando las maniobras a fin de que se produjeran patinajes lo más violentos posibles. Los registros más desfavorables en estas operaciones fueron de flechas de 2,6 mm. bajo la locomotora y de 1,5 mm. bajo los vagones. En el transcurso de estas pruebas no se registró ninguna oscilación, ni siquiera en el tramo en curva, en el que el viaducto por el que circulaban los vagones cargados alcanzaba su máxima altura.


El coste de construcción de ambos viaductos fue de 172.500 pesetas, a los que debe sumarse otras 60.000 pesetas por lo que respecta al propio embarcadero. La construcción de todo el conjunto se realizó en ocho meses, experimentando durante las obras importantes oscilaciones térmicas, desde los 5º bajo cero registrados durante los primeros días de enero de 1905 hasta los más de 45º del verano de ese mismo año, lo que obligó a tomar especiales precauciones en el proceso de curado del hormigón, mediante la instalación de toldos y sombrillas en los días más calurosos.


Ante el éxito de esta instalación, Minas de Cala construyó en paralelo un segundo cargadero de similares características. Sin embargo, tras la Guerra Civil el tráfico de minerales descendió considerablemente por lo que estas infraestructuras dejaron de tener utilidad y fueron demolidas. En la actualidad únicamente se conservan algunos muros que difícilmente nos permiten evocar la envergadura de una instalación que en su día fue pionera en el empleo de un material constructivo tan común hoy en día como es el hormigón armado.

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[1] Le Génie Civil, Nº 1228, Samedi, 23 Décembre 1905, pp. 121-124.

lunes, 23 de enero de 2012

EL JUEGO DE LOS SIETE ERRORES




Uno de los pasatiempos más populares en nuestro país es el famoso juego de los siete errores. Son muchos los periódicos que en sus páginas dedicadas al ocio, publican dos dibujos, a simple vista idénticos, pero en los que es posible encontrar sutiles diferencias entre ambos.


Al igual que en el popular pasatiempo, hoy les sugiero buscar las diferencias entre las dos fotografías que acompañan a este texto. Se trata de las estaciones de Azpeitia (Guipúzcoa) y Órdenes-Pontagra (La Coruña). El parecido entre ambas es evidente, aunque también existen pequeñas diferencias.


Ciertamente, el que dos estaciones sean similares no es nada infrecuente, ya que las compañías ferroviarias tenían por costumbre diseñar modelos estandarizados que se repartían a lo largo de sus líneas. De este modo, lograban notables economías, tanto por la simplificación de los proyectos como en el posterior mantenimiento de los edificios, gracias a la estandarización de muchos de sus elementos. Sin embargo, el caso que nos ocupa no corresponde, ni mucho menos, a modelos de estaciones unificados, de carácter seriado e industrial.


En efecto, cuando la Diputación de Guipúzcoa decidió construir el ferrocarril de Zumárraga a Zumaya, el desaparecido tren del Urola, optó por diseñar para cada una de sus trece estaciones, edificios completamente diferentes y no estandarizados, con evidentes influencias de la arquitectura local, según los criterios de las tendencias neoregionalistas, entonces en boga. Así, edificios como las estaciones de Iraeta, Zumaya o Zumárraga se inspiraron en las diversas tipologías de los caseríos vascos, la de Azcoitia en algunos de los palacios renacentistas de la villa, mientras que la de Loiola presenta un indudable parentesco con los severos muros del santuario homónimo.


Probablemente, las primeras estaciones españolas abiertamente inspiradas en la arquitectura regional fueron las que levantó la compañía de los ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante en su línea de Sevilla a Huelva a partir de 1880. Diseñadas por ingenieros Jaime Font y Pedro Soto, su diseño se inspiraba en la arquitectura hispanoárabe tan común en la región andaluza. El éxito de esta experiencia animó a esta empresa a repetir estas tipologías en otros edificios como los de Aranjuez, Algodor y, sobre todo, la magnífica estación de Toledo, diseñada por el arquitecto Narciso Clavería e inaugurada en 1919.


Pronto, otros estilos arquitectónicos regionales sirvieron de inspiración para los arquitectos ferroviarios. En este sentido, los caseríos del País Vasco se convirtieron en un destacado referente, tras la construcción, en 1906, de la estación de Añorga, para la Compañía de los Ferrocarriles Vascongados. Pocos años más tarde, en 1914, esta misma empresa construiría, en un estilo más depurado que la anterior, la terminal bilbaína de Atxuri, obra del arquitecto Manuel María Smith y, sobre todo, la elegante estación de Usúrbil.


Fue precisamente la estación de Usúrbil la que sirvió de inspiración a la hora de diseñar, a principios de los años veinte, las estaciones del Ferrocarril del Urola, obra del arquitecto provincial Ramón Cortazar. Unos años más tarde, la Compañía del Norte utilizaría estos mismos referentes en los proyectos de las nuevas estaciones entre Bilbao y Orduña algunas de ellas diseñadas, por cierto, por un brillante arquitecto nacido a muchos kilómetros de distancia: el canario José Enrique Marredo Regalado.


En el caso concreto de la estación de Azpeitia, inaugurada el 22 de febrero de 1926, Ramón Cortazar se inspiró en las casas solariegas del valle del Urola, antiguas torres defensivas truncadas por orden de los Reyes Católicos con el propósito de poner fin a las guerras banderizas que asolaron el País Vasco durante la edad media. Como era común en este tipo de construcciones, la parte inferior se realizó en sillería y la superior en ladrillo, mientras que los garitones que decoran las cuatro aristas de la cubierta recuerdan su antigua función militar.


Poco después de que iniciara su andadura el tren del Urola, se emprendió la construcción del ferrocarril de La Coruña a Santiago de Compostela. Al parecer, el ingeniero responsable de la obra mantenía una estrecha amistad con Ramón Cortázar y, por ello, le encargó el diseño de la estación situada en el centro de la línea: la que debía atender las necesidades del municipio de Órdenes. Sin embargo, en lugar de elaborar un nuevo proyecto, Cortázar decidió aprovechar los planos de la estación que había levantado en Azpeitia, de ahí las evidentes similitudes entre ambos edificios.


La edición del diario ABC del 11 de abril de 1943 señalaba, en su crónica dedicada a la inauguración del ferrocarril gallego que «Las estaciones del recorrido, en el trecho Santiago-La Coruña, llevan un sello inconfundible de buen gusto, sin chabacanerías ni tonos exóticos. Se ha procurado darles un carácter que encaja admirablemente dentro de la arquitectura típica del país. Algunas nos recuerdan las viejas casonas o los pazos medievales que nos hablan del señorío de nuestra tierra.». Sin embargo, lo cierto es que en el corazón del nuevo ferrocarril se «coló» una estación inspirada en la arquitectura típica del país… ¡vasco!



MOTOR DE SANGRE


Hace algunos años publiqué, en el Nº 2 de la Revista de Historia Ferroviaria, un artículo en el que analizaba el funcionamiento de los tranvías de San Sebastián entre los años 1887 y 1897, década en la que en su tracción se empleaba el denominado «motor de sangre», es decir, la fuerza de mulas y caballos, en el arrastre de los tranvías.

A la vista de la fotografía que acompaña este texto, que tuve ocasión de tomar en los talleres de los ferrocarriles económicos de Valencia en 1983, bien podríamos hablar de la utilización del «motor de sangre» en estas líneas, explotadas en aquellos años por la empresa estatal FEVE y que, poco después, darían paso a los actuales Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana.


FEVE heredó en 1964 una red, explotada hasta entonces por la Compañía de Tranvías y Ferrocarriles de Valencia, en un estado muy precario, tras largos años de falta de inversión para su modernización. El momento en el que los ferrocarriles de Valencia se integraron en FEVE no era tampoco el mejor para proceder a su urgente modernización. Por el contrario, el futuro de estas líneas estuvo seriamente cuestionado en una época en la que muchas otras líneas de vía estrecha eran clausuradas y desmanteladas. Así, en los primeros años de gestión estatal, la única inversión realizada fue la incorporación a su parque de material móvil de unos tranvías adquiridos de ocasión en Bélgica, vehículos que, por su origen y dada la entonces reciente boda de la española Fabiola de Mora y Aragón con Balduino, el rey de los belgas, fueron popularmente bautizados como «fabiolos».


Debido a esta crónica falta de inversiones, el popular «trenet» de Valencia se convirtió en un auténtico paraíso para los aficionados al ferrocarril ya que por sus líneas circulaban, bien entrados los años ochenta, vehículos que acumulaban más de sesenta años de historia a sus espaldas. «Bujías», «portugueses», «zaragozas», «tanquetas» y «fabiolos» convertían al trenet valenciano en un verdadero museo lleno de vida. No hace falta decir que los talleres en los que se mantenían estos veteranos vehículos, situados en las proximidades de la valenciana estación de Pont de Fusta, eran como la cueva de Ali Babá y en ellos era posible fotografiar escenas tan singulares como la que acompaña este texto.


Aunque, por lo general, los movimientos en el interior de los talleres se realizaban con el apoyo de alguna locomotora de maniobras, cuando no había ninguna disponible se recurría al propio personal de estas instalaciones que, acumulando sus fuerzas, movía un coche de una a otra vía. En este caso, se trata precisamente de uno de los «fabiolos» que contribuyeron a una tímida modernización de estas líneas en los años setenta el que es maniobrado por una «pila» de ferroviarios. Curiosamente, en la actualidad FEVE ensaya un prototipo de tren que funciona con una pila de combustible de hidrógeno, experiencia que, precisamente se realiza sobre un veterano «fabiolo» rescatado del desguace. ¿Se anticiparon en el «trenet» a la innovadora tecnología de la tracción mediante «pilas»?


Para desgracia de los amantes de los trenes clásicos y por fortuna para los viajeros, a principios de los años ochenta FEVE inició un ambicioso programa de obras, proseguido por los Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana, que han permitido transformar el viejo «trenet» en una de las más modernas redes de metro y tranvías de Europa.  

EL TRANVÍA ZAPATONES



Tranvías Eléctricos de Granada explotó, a partir de 1904, una interesante y densa red de tranvías urbanos e interurbanos que conectaban la capital con las poblaciones más importantes de la fértil vega circundante.
Hace pocos días, mi buen amigo Georges Muller, uno de los padres del tranvía moderno en Europa, no en vano dirigió el proyecto de reimplantación de este medio de transporte en Grenoble, la primera ciudad del mundo en utilizar tranvías de piso bajo, y en su ciudad natal, Estrasburgo, me escribió un correo en el que se interesaba por una de las líneas más interesantes de la red granadina: la de Alhedín a Dúrcal y, más en concreto, por sus grandes automotores de viajeros y mercancías.


El tranvía de Alhedín a Dúrcal formaba parte de un proyecto mucho más ambicioso que pretendía enlazar Granada con Motril, a orillas del Mediterráneo. Dada la longitud final de la línea prevista, el potencial de tráfico y las dificultades del terreno a atravesar, Tranvías Eléctricos de Granada consideró que era mejor solución la de construir un ferrocarril eléctrico de vía estrecha, en lugar de un tranvía convencional como el existente entre la capital y Alhedín. Por ello, entre otros aspectos, decidió utilizar una tensión de alimentación de 1.200 voltios en corriente continua con el fin de evitar las caídas de tensión en un trayecto de más 60 kilómetros, en lugar de los 550 voltios empleados en sus demás líneas de tranvías. Además, dado que en este caso la concesión era ferroviaria y que, por tanto, los automotores de viajeros y mercancías podrían arrastrar un gran número de remolques y vagones, optaron por adquirir vehículos de potencia superior a los tranvías «máxima tracción» que empleaban hasta entonces en las líneas de tranvías suburbanos de la ciudad ya que, pese a lo que su nombre pueda hacer suponer, únicamente disponían de dos motores de tracción.


Para la puesta en servicio de la primera sección de este proyecto, entre Alhedín y Dúrcal, inaugurada el 18 de julio de 1924, Tranvías Eléctricos de Granada adquirió tres grandes automotores de viajeros y tres furgones automotores para el transporte de mercancías. Cada uno de ellos contaba con cuatro motores de tracción, de 80 Cv. de potencia, suministrados por la firma alemana AEG y estaban montados sobre bogies fabricados por la Bergische Stahl de Remscheid (Alemania). Los coches motores de viajeros se matricularon en la serie 30-32 y los grandes furgones automotores para el transporte de mercancías en la serie 101 a 103. La toma de corriente se realizaba mediante pantógrafos, en lugar de los habituales troles de pértiga de los tranvías de la empresa. Todos ellos eran bitensión, es decir, aptos para circular alimentados, tanto a los 550 voltios propios de la red de tranvías, como a los 1.200 voltios de la nueva sección de Alhedín a Dúrcal.


En principio, Tranvías Eléctricos de Granada tenía previsto adquirir más vehículos similares para la prolongación de esta línea entre Dúrcal y Motril pero, a mediados de los años veinte, cada vez era más patente el rápido desarrollo de los transportes mecánicos por carretera. La nueva concurrencia dificultaba la viabilidad económica de construir un ferrocarril de tan difícil construcción, no en vano debía atravesar Sierra Nevada para vencer, en poco más de cuarenta kilómetros, los cerca de 800 metros de desnivel existentes entre Dúrcal y Motril. Finalmente, la empresa concesionaria abandonó el proyecto ferroviario y optó por un servicio combinado de autobuses desde Dúrcal a Motril para el transporte de viajeros y por la construcción de un singular tranvía aéreo para el de mercancías.


Esta decisión, además de paralizar la adquisición de nuevos tranvías de gran potencia para viajeros y mercancías, hizo que la electrificación del pequeño trayecto de Alhedín a Dúrcal, a una tensión diferente a la del resto de la red de Tranvías de Granada, careciera de sentido. Además, tampoco se podía aprovechar correctamente la gran potencia de los tranvías de viajeros 30 a 32 y de los de mercancías de la serie 101 a 103, ya que, aunque en el tramo de Dúrcal a Alhedín podían arrastrar gran número de remolques y vagones, para continuar el viaje hacia Granada, por vías de concesión tranviaria, y no ferroviaria, debían respetar la legislación española al respecto, que no admitía más de tres remolques o vagones por tren en líneas de tranvías. De este modo, los grandes automotores suministrados por AEG/Bergische Stahl estaban infrautilizados.


En 1930, Tranvías de Granada decidió unificar la tensión en el trayecto Alhedín-Dúrcal a los 550 voltios comunes en el resto de la red explotada por esta empresa. Además, para aprovechar mejor los seis vehículos adquiridos para esta sección, realizó sobre ellos numerosas transformaciones. Así, como el tráfico de mercancías resultó ser menor que el previsto, uno de los furgones fue reconstruido como automotor de viajeros y matriculado con el Nº 33, en los años treinta. Este coche, según el historiador Carlos Peña Aguilera, fue popularmente conocido como «Zapatones».


Posteriormente, tras la Guerra Civil, Tranvías Eléctricos de Granada consideró que no era necesario contar con automotores de gran potencia, dotados de cuatro motores de tracción de 80 Cv., por lo que decidió sustituir en los coches 30, 31, 32 y 33 sus bogies originales por otros sistema «máxima tracción». Además, sus carrocerías fueron progresivamente reconstruidas, por lo que, con el paso del tiempo, poco tenían que ver con su apariencia original.


Con los bogies originales de los automotores de viajeros y mercancías de la línea de Dúrcal, Tranvías Eléctricos de Granada decidió construir unos pequeños furgones automotores para el arrastre de los trenes de carga en los que se transportaba la remolacha cultivada en la vega granadina a las numerosas industrias azucareras de la comarca. Así, en una suerte de singular mitosis ferroviarias, cada bogie fue aprovechado como truck de los nuevos vehículos, salvo en el caso del furgón 101, que no llegó a ser modificado. En consecuencia, a partir de los bogies de los restantes cinco vehículos, se habilitaron diez furgones automotores, matriculados en la serie 105-114. En la imagen que acompaña a este texto, tomada por el británico Jeremy Wiseman en la Acera del Casino, se puede ver a uno de estos singulares artefactos, en concreto, el último de la serie, el motor 114.



viernes, 20 de enero de 2012

Primera fotografía ferroviaria de Guipúzcoa

Túnel de Zumárraga (hacia 1863)
Soy nuevo en estas lides blogueras, por lo que, desde que mi buena amiga Pilar Lozano me lanzó la idea de abrir un blog sobre las historias del tren, he estado pensando cuál podría ser el mejor tema con el que iniciar esta pequeña aventura digital.


Como soy guipuzcoano, después de darle algunas vueltas al asunto (a decir verdad, no demasiadas) me he inclinado por comenzar este proyecto con la que posiblemente sea la fotografía ferroviaria más antigua tomada en mi pequeña provincia. Por lo menos, yo no conozco ninguna otra.


La imagen que acompaña a este texto fue captada hacia 1863 en Zumárraga. En aquel momento, la construcción del ferrocarril del Norte, la primera vía férrea internacional de nuestro país, llamada a enlazar Madrid con París a través de Irún, se encontraba en plena efervescencia.


Ciertamente, la empresa capitaneada por los hermanos Pereire, construyó el Ferrocarril del Norte en un tiempo récord, sobre todo si se tienen en cuenta los limitados medios técnicos del momento, poco más que el pico, la pala y la pólvora. Solo con el recurso a ingentes cantidades de mano de obra, con más de 10.000 trabajadores en la travesía de la sierra de Madrid y otros 8.000 en el paso de la meseta al Cantábrico, fue posible construir una línea que, junto al ramal de Venta de Baños a Alar del Rey, sumaba 729 kilómetros de longitud. Todo ello, en el plazo de ocho años que transcurrió desde el solemne inicio de las obras en Valladolid, el 25 de marzo de 1856, hasta la no menos apoteósica inauguración del trazado en San Sebastián, el 15 de agosto de 1864.


Es fácil suponer que fueron los tramos que presentaban menos dificultades, los que se desarrollan a lo largo de la meseta, los primeros en entrar en servicio. Así, los trenes de la Compañía del Norte iniciaron su andadura entre Valladolid y Medina del Campo el 1 de agosto de 1860. Tres años más tarde, tras concluir las obras del paso de Guadarrama entre El Escorial y Ávila el 1 de julio de 1863, el único escollo que quedaba por superar era el tramo guipuzcoano de la línea.


En Guipúzcoa, las obras se iniciaron, con el boato acostumbrado en estos eventos, el 22 de junio de 1858. Ese día, por la mañana, se celebró en la antigua capital provincial, Tolosa, un acto simbólico y, por la tarde, se repitió en la nueva capital del territorio, San Sebastián, en una ceremonia en la que el propio alcalde de la ciudad empuñó un pico y dio los primeros golpes  en la futura trinchera de Mundaiz. Sin embargo, el desarrollo de los trabajos se vio dificultado por la inexperiencia de muchos de los contratistas que, si bien afrontaron sin grandes inconvenientes los tramos más fáciles entre Irún, San Sebastián y Beasain, no fueron capaces de culminar las obras en la sección más abrupta del paso de la divisoria de aguas entre el Mediterráneo y el Cantábrico. Es preciso recordar que este trayecto acumulaba, en poco más de 40 kilómetros, obras de notable envergadura como el famoso viaducto de Ormaiztegui y una sucesión de 22 túneles que sumaban una longitud total de 10.700 metros. Entre ellos, sin duda destacaba el de Oazurza que, con sus 2.957 metros fue, durante cerca de dos décadas, el túnel más largo de España. Finalmente, ante el fracaso de los pequeños contratistas, la Compañía del Norte decidió encomendar la conclusión de las obras a la empresa constructora Gouin et Cie.

Precisamente, la fotografía que acompaña este texto se obtuvo en el momento en que Gouin et Cie. tomó las riendas de las obras. En ella se observa una locomotora de vapor utilizada para el arrastre de los trenes de trabajo, mientras que los obreros se afanan en rematar la trinchera que da paso desde el túnel de Eizaga a la estación de ferrocarril de Zumárraga.

Ahora que en las inmediaciones se perforan los túneles de la nueva red ferroviaria vasca, es buen momento para recordar el esfuerzo de nuestros antepasados para dotar a nuestro país, al igual que en la actualidad, con las infraestructuras necesarias para su desarrollo.